¿Cuántas palabras omitidas se revelan en un rostro? ¿Cuántas emociones pueden comprenderse en la expresión de una persona? ¿Qué tan cautivos somos de nuestros otros rostros plasmados en papel? Cifras tácitas que definen la fidelidad de un retrato.
De lo más profundo, nuestras intenciones se liberan aún en contra de la voluntad y sobre las restricciones del habla. Buenas o malas, nobles o bajas, traicionan nuestro pudor y gravedad para aliarse con la honestidad. Conociendo el gran efecto sobre la vida, se nos enseña a controlarlas o reprimirlas, aquello que al común del grupo cause menos agonía. Sin embargo la experiencia demuestra que no es la emoción la que perjudica, sino la que no es plenamente liberada.
En la medida en que se dice plenamente lo que se siente, se logran los verdaderos cambios, tan buenos o tan malos como los defina su naturaleza, pero tan intensos como para dejar huella. Las mentes malas, en la subjetividad de su estado, conocen esta regla y con ello han logrado sacudir los cimientos de la moral misma, poniendo en entredicho el valor del deber y la alegría.
Los bondadosos, al contrario, siguen los preceptos de mesura y cordialidad que les distinguen, cerrando con ello la oportunidad de obtener una fuerza equiparable a la de aquellos contra los que luchan. En consecuencia inclinan la balanza en favor del oponente y deciden en singularidad un destino dual.
De ser esto correcto, ante una foto con mirada perdida existe la única respuesta de un buen corazón reprimiendo la emoción ante la vacilación de su acogida. Un corazón que desea cariño y cercanía, en aras de un bien mejor que beneficie a la mayoría.
Un corazón que cree y sueña, pero ante la disparidad de su presente, duda de su certeza.
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