1 de febrero de 2011

Niños en el hielo.

(CC)  Emile Bremmer/Flickr

Ahí estaba el niño, luchando al mismo tiempo con la soledad abrumadora de ser un huérfano tan pequeño y las dificultades propias de encontrarse en un bosque amplio en pleno invierno. Sólo Dios sabe cuántas cosas pueden pasar en una mente tan absorta que quita a varias noches el deseo del sueño. Los problemas y sus fantasmas se acomodan en las cercanías lanzando al pobre niño burlas y amenazas en la forma de ruiditos, ramitas que ceden al peso de la nieve y huecos en el suelo por la misma cubiertos. No pasa mucho tiempo antes de que el niño se vuelva un manojo de nervios.

Sigue caminando cada vez más tenso, con los ojos clavados en un piso aparentemente inocente que sólo responde a los traicioneros movimientos de su andar inquieto.De pronto siente el suelo bajar casi como la temperatura que poco a poco sigue en descenso. Los árboles escasean, y el tétrico paisaje se vuelve un gélido lago tan amplio que no deja otra opción más que atravesarlo patinando.
(CC)  ☺ Lee J Haywood /Flickr


De entre las pocas pertenencias que conservó después de dejar por última vez el campamento están un par de cuchillas montables a sus botas de invierno. Hace mucho conoció con ellas las delicias de deslizarse llevado por el hielo, pero ahora con su vida dependiendo de ello parecían algo pavorosamente peligroso y con grado de seguridad incierto.

No supo cuánto tiempo estuvo ahí, contemplando la vastedad de un obstáculo con aires de viejo entretenimiento. Simplemente reaccionó al sentir una mano que se sujetaba precisamente de la suya. Una niña de una edad parecida y con un par de cuchillas puestas le animaba a acercarse al hielo. Aunque temeroso, el niño aceptó gracias a la seguridad que esa mano le brindaba sea de forma instintiva o realmente por el simple hecho de estarlo sujetando.

Poco a poco su zancada se volvió más amplia. A medida que la niña con señas le indicaba las posturas y la velocidad con las que patinar, su confianza regresaba y la mano, así como los pies, se relajaba. De vez en cuando un eventual tropiezo le hacía ver que aún estaba tieso. Aunque, por el lado bueno, eso permitía a los niños jugar un juego de equilibrios que culminaba en carcajadas y giros.

Sin darse cuenta el niño había remplazado las preocupaciones por suspiros, patinando cada vez con más seguridad y velocidad. Tanto que cuando lo volvió a pensar, llegar al otro extremo del lago era pan comido. Justo entonces volteó a ver su nueva amiga, la cual con una sonrisa y luego de un abrazo lo despedía, alejándose por el extremo contrario al que debía seguir el niño. Cuando ella era poco más que una silueta, oyó por primera vez su voz a la distancia gritando "¡Te quiero!"

Pasaron los años y el niño se convirtió en hombre, formó una familia y comenzó un nuevo destino mucho tiempo después de cruzar aquél lago. Más toda la vida siguió recordando la lección que aquella niña le dio para los momentos en que la preocupación y el miedo parecen haberlo todo dominado: sólo es cuestión de sacarlos del pensamiento, ver hacia adelante y dejarse llevar en cada paso.

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