En la cama Roberto yacía absorto y meditabundo. A ratos recordaba la escena de hace tan sólo unas horas: Tranquilo y en paz entre los brazos de Mónica, sentía que no había nada más fuera de ese lugar. Y sin embargo llegó la pregunta que le devolvió a la realidad:
-¿A qué le tienes miedo Roberto?
De la nada regresaron las memorias, en cuestión de segundos retrocedía años y kilómetros en busca del lugar donde perdió la honestidad de sentir. Rostros pasaban, promesas de olvidar ese momento y reemplazarlo con uno más agradable, las vendas se removían rápidamente causando un dolor más agudo del que pudiera recordar.
De pronto estaba de nuevo ahí, en ese pasillo de piso amarillo granito y paredes negras. La alberca volvía a verse desde aquél punto, justo detrás de la cancelería con marcos de color crema y el chapoteadero para los más pequeños. En el lado opuesto a todo aquello estaban las escaleras, tan graves con sus paredes oscuras que parecían alargar el corto trayecto. De nuevo, la psicóloga lo miraba desde lo alto de los escalones como juzgándole con sólo verlo. Ante Abigail no era más que un pequeño niño inexperto.
-Roberto, ¿me puedes decir por qué escribiste esto?
-¿En verdad te sientes atrapado?… No está bien que te sientas así… Estás muy chico para escribir estas cosas… deja de pensar eso.
Negado a admitir lo que había escrito, no tuvo opción más que dejar la carta de lado y abandonar con ella las muestras de cariño inesperado. Predecible y metódico se volvió su destino, no permitiendo al azar el buen camino designar sobre el gusto de un corazón desentendido.
Así permanecía en medio de todos solitario, en un acercamiento falso que no daría más fruto que la frivolidad de un trato pretendido. Como la apariencia de sus muebles, era un envoltorio soberbio y vacío que con la luz se hacía digno, pero no por ello comprendido.
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