6 de agosto de 2009

Lluvia de burbujas azucaradas

buble Imagen de ben matthews :::

En la cima de un cerrito había una casa blanca en la que vivía una niña de inquieta imaginación y rosas mejillas. Siempre acostumbrada al campo, había aprendido toda suerte de oficios y artes. Podía cocinar mientras bordaba, arreglar el jardín mientras decoraba tarjetas o hacer un arreglo floral mientras escribía un poema. Con tantas habilidades y una sonrisa propia de la chiquilla traviesa que era, la gente del pueblo al pie del cerro le apodaba “Doñita”.

Los fines de semana por la mañana, bajaba a pasear y saludar a los pueblerinos, contando muchas veces historias inventadas y anécdotas de las cosas que pasaban en la cima, como la forma de las nubes y la vez que un borreguito y su perro se durmieron juntos. La gente se juntaba en la plaza para oírla y luego darle cosas que necesitara.

Pero en aquellas tierras no sólo los humanos habitan, sino que duendes y angelitos deambulan y visitan los pueblos de vez en cuando para hacer travesuras o dejar regalos.

Uno de esos días, uno de los angelitos entró a la aldea de “Doñita” y oyó sus cuentos. Incluso cuando se le acercó, Ella le regaló una galleta.

-¡Toma! Es un hombrecito sonriente... ¡Como tú!

Cuando se despidió de todos para regresar a su casa, el angelito la siguió y al ver lo tierna y hacendosa que era decidió darle un don especial.

Junto sus manitas, soplo entre ellas y apareció un frasquito con un líquido claro y brillante. Mientras “Doñita” dormía se lo dio a beber y a partir de ese día todo lo que imaginara se cumpliría.

Así, hubo una vez en la que se imagino cómo sería jugar con todos los niños del pueblo si cada uno tuviera un juguete. Al poco rato empezó a llover, pero no era una lluvia como cualquier otra, era una delicada brizna de burbujas que poco a poco bajaban sobre el pueblo y al reventarse de ellas surgía un juguete. Pronto había en las calles, a las entradas de las casas y sobre los tejados suficientes juguetes para cada niño. Presurosos subieron por la “Doñita”, y esa tarde el pueblo se llenó de sonrisas y correteos.

Luego durante el otoño, el viento arrastraba las hojas a lo largo del pueblo por entre las calles empedradas. Era tal la fuerza con que soplaba que no había persona que no sintiera un frío intenso durante la mañana. Entonces “Doñita” pensó como sería si pudiera convidarles a todos el chocolate caliente que preparaba para calentarse. Espeso y concentrado, con un bombón que se iba derritiendo, era tan reconfortante que no había necesidad de cubrirse.

Y entonces volvió a llover.

Tazas aparecían en los bordes de la fuente, sobre las bancas de la plaza y en las banquetas de las tiendas. Niños y adultos bebían alegremente la mezcla de chocolate y malvavisco que se derretía mientras se bebía y ni el viento más fuerte pudo enfriar la calidez que se respiraba ese día.

Muchas veces la “Doñita” imaginó los mejores regalos para la gente de su pueblo, aunque no por ello se volvió distinta. Le agradaba soñar que así algún día crecerían más flores, vendrían a cantar más aves y el sol nunca se ocultaría dejando jugar a todos los niños y trabajar felizmente a todos los adultos.

Pasaron los años y “Doñita” creció, la gente del pueblo fue migrando a las ciudades y la naturaleza borró el rastro de la mano humana. Sin embargo aún hoy, de vez en cuando llueven las mismas burbujas que “Doñita” provocaba. Los viajeros que llegan a cruzar el paraje aseguran que son tan dulces como un algodón de azúcar, pero mucho más divertidas.

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