A pesar de estar dentro de una sala cerrada, el frío gana poco a poco terreno manifestando la pérdida que se vela desde hace un día. Al llegar, la primera visión hace que choque con la realidad de la ocasión. Una persona ha muerto, y la iglesia busca su redención para llegar a la vida eterna.
Alrededor sólo se ven rostros sollozantes y tristeza que se pierde en lo profundo de los lamentos. Un sacerdote oficia misa y entre plegaria y plegaria busca dar consuelo a los familiares que impotentes suplican por dentro que este camino al cielo.
Lugar de contrastes, mientras los familiares conduelen la partida del ser querido, licenciados y burócratas deambulan con fólders arreglando formalidades sin mostrar sensación alguna.
Una vez retirado el sacerdote, las lágrimas ahuyentan las ganas de reponerse de un desvelo y Dios aparece como único medio de consuelo para los afligidos. Frente al ataúd, una devota mujer reza el rosario. "Quién cree en el Señor, no morirá". Después de terminar la letanía a la virgen maría, que hace sólo unos días rezabamos para celebrar un nacimiento, el silencio remarca el vacío que deja una persona al irse.
Salgo un momento para recobrarme de la impresión de ver el ataúd rodeado de flores y humanos, dramática escena que contrasta con las anteriores fiestas decembrinas. Veo a mi lado el joven rostro de mi hermano. En sus ojos se refleja la pregunta que yo me hago: ¿Cuanto faltará para que nosotros seamos partícipes de aquel dolor? Somos aún unos niños.
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