23 de mayo de 2010

En un claro de bosque. (I)

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Sucedió una vez que vagando por el bosque me alcanzó la noche. Sin la luz potente para distinguir algún camino y con un mar de estrellas que no me podían ubicar, anduve errante buscando una salida o al menos un claro donde descansar. Pero de noche los árboles cambian, la atmósfera que envuelve se torna mágica y todo lo que ahí habita emerge para hacer notar su presencia. En cuestión de minutos ruidos de toda clase me acompañaban, como mezcla de cantos y abucheos ante la llegada de un desconocido.

Entre serpenteantes caminos de muy irregular relieve fui perdiendo conciencia de la realidad. Dejé detrás mi vida en la pequeña villa cercana al río, las desventuras que hice de pequeño y las angustias que me acechaban de adulto. Las memorias felices en familia junto a un fuego exiguo y las sonrisas salvajes o inocentes que lo mismo me arrancaron mujeres o amigos. En la vereda misteriosa que me conducía sin destino, fui dejando mi faceta de hombre civilizado, quedándome tan sólo con la de creatura creyente.

Entonces los ruidos cedieron, las sombras se aclararon y el bosque se convirtió en un lugar más familiar que ajeno. El conjunto de natura me había aceptado como suyo, y con singular holgura me dejó adentrarme en sus más profundos secretos.

Fue entonces que salieron, reunidas todas en el primer claro de bosque que jamás había visto: Eran hadas.

 2713186691_7f9cddc53f_b Una por una, con sus colores tan distintos y variadas formas, fueron llegando con su característico brillo y suave tintineo. Las había rosas, verdes, azules, moradas, negras y doradas. Juguetearon cada una en su espacio, como ignorándo a las otras, concentradas más en llamar mi atención que en guardar algo de compostura. Algunas jalaron mi túnica, otras bailaban, las menos intentaban hablar y casi todas se mostraban alegres pero misteriosas. Luego de un rato, suficiente para poder identificarlas a todas, se escabulleron tan rápido como vinieron, en la misma dirección y con sonrisa juguetona.

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