La escena era francamente traicionera: por un lado ella, arropada con fastuosas pero íntimas prendas, se envolvía extasiada en la opulencia de aquel manto exageradamente vasto, solo equiparable con lo pronunciado de su soberbio orgullo. Con franca desdicha asomada su impresionante cuerpo por la amplia y marmórea ventana, como calentando con la mezcla de pliegues de piel armiña y tersa tez apiñonada un paisaje verde, boscoso, irregular y nublado, iluminado apenas por los últimos destellos de un sol mas bien manso.
Él no lo sabe, pero esta noche morirá el mejor ejemplo de fascinación, abundancia, sabiduría, poder, placer y belleza. Ese templo a los deseos humanos no resistirá la fuerza de la naturaleza.
Esta noche los dos se encontrarán, liberarán a la servidumbre de sus tareas nocturnas y cobijados por la densa arboleda que los separa de miradas ajenas, se entregarán por última vez a su ritual desenfrenado de catarsis racionalmente carnal. Casi con la misa maestría sinfónica que siglos después habrá de concebirse, pasarán por cuatro movimientos, aletargados al principio y frenéticamente prestos al final.
Exhaustos pero satisfechos, caerán en un tranquilo sueño provocado por el que para ellos es un inerte silencio. Acurrucados y tranquilos, no vislumbrarán el firme preludio del fatal quinto movimiento que la naturaleza se dispondrá a ejecutar... Un ocaso de olvido desvanecerá con sus sonidos la grandeza utópica en ese lugar florecida. Lentos compases acompañados de espontáneos tenores y sopranos conmovidos, desgarrando en cada nota la fortaleza de su canto. Gloriosa caída, tragedia consumada, nubes de polvo y ceniza. Todo se convertirá en un murmullo resonante dispuesto a contar a la Tierra su doloroso secreto.
Dramático desenlace que tal vez algún día se cuente de lejos, cual borrosa visión nostálgica, como fruto de la impronta profética que el azar memético gusta inducir en sus depositarios.
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