En medio del exceso y la decadencia, una suerte de reacción despierta. Del mundo de capacidades que en un principio se tenían, quedan sólo los restos que la monotonía de un placer aparente ha dejado.
A medida que el amo se convirtió en esclavo, el alcance de sus fuerzas se fue agotando, sus talentos fueron poco a poco volviéndose torpes y burdos, y la visión para apreciar más allá de lo que ahora le domina se ha perdido.
De pronto, el éxtasis que le provocaba su objeto de deseo se ha ido. Con él, las ganas de permanecer en un lugar incitador pero lleno de inmundicia. Ya ni las más grandes y prohibidas aberraciones satisfacen su voraz apetito. Lo que en principio era bueno, se ha degenerado, no sin antes dañar a quién le dio principio. Llámalo amor, poder, creatividad o dinero: al final todo puede acabar en el mismo destino.
Cuando el débil prisionero intenta salir de la cárcel que se ha construido, sus brazos le traicionan, la mente se le nubla y el tiempo se vuelve interminable en ese encierro obligado. Más aún, la constante exposición a aquello que antes le agradaba y ahora le hiere, paralizan los escasos intentos de recapacitar. Sus sentidos, hartos de la interminable condena se han insensibilizado, en un intento de no despertar jamás.
Su droga no es suficiente, su fuerza no es suficiente, el espacio no es suficiente, la intención no es suficiente, ¿Cómo devolver la virtud y la vitalidad a un alma que en su propia libertad ha encontrado la fuerza que le someta?
He ahí una pregunta cuya respuesta podría encontrar la cura para las más humanas atrocidades y bajezas.
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